Muerte y la Cruz
Para este mundo, la Cruz de Cristo —el inmenso e indestructible poder de amor de Dios— es considerada como necedad y debilidad, al igual que aquellos que eligen tomarla uniéndose a su Cuerpo. Este mundo está separado de la vida eterna de la Santa Trinidad y vive (o más bien muere) en la oscuridad de la irrealidad. Cegado ante la realidad de que la muerte es vencida en Cristo (1 Corintios 4:3-4), el mundo teme la muerte por encima de todas las cosas, no solo la muerte del cuerpo, sino también la muerte del placer, del ego, de su estatus social o económico. Es esta muerte lo que incluso nosotros sentimos profundamente y experimentamos en ocasiones. Es la muerte que está en la raíz de todos nuestros miedos, ansiedades, tensiones, nuestro constante sentido de aislamiento de Dios, de los demás e incluso de nosotros mismos. Nos encontramos en última instancia incapaces de ser quienes queremos ser y de hacer todo el bien que deseamos.1 Hace que vivir en paz los unos con los otros parezca imposible; la muerte es un recordatorio constante de que algo está terriblemente mal en el mundo en el que vivimos. Separados de la vida eterna de la Santa Trinidad que reside en Cristo, aquellos que pertenecen a este mundo buscan la vida en preservarse a sí mismos, encontrar placer, obtener poder, acumular riquezas, ganar prestigio, entre otras cosas. Y buscan todo esto en la creación en lugar de dirigirse hacia el Creador. Así es como el pecado se afianzó en la muerte.
"Por la tierna compasión de Tu misericordia, oh Maestro, no pudiste soportar ver a la humanidad oprimida por el Diablo; pero viniste y nos salvaste".2 La muerte ha sido derrocada para nosotros por la Cruz de Cristo, quien abolió la muerte y trajo la vida y la inmortalidad a la luz a través del Evangelio. Y la muerte es vencida en nosotros cuando tomamos su Cruz y lo seguimos, "pisoteando la muerte con la muerte" nosotros mismos mediante el poder de la vida misma de Cristo. Ya no temiendo la muerte de ningún tipo, la vida de Cristo en nosotros nos permite derramar completamente nuestras vidas, amándonos mutuamente de la misma manera, y en la misma medida, que Dios nos ha amado. Teniendo la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, podemos estar libres de ansiedad, amar a nuestros enemigos, hacer el bien a quienes nos odian y orar por quienes nos persiguen y nos tratan con maldad, rehusándonos a devolver mal por mal, sino haciendo aquellas cosas que testimonian la paz de Dios en nosotros.3