“Santificado sea tu nombre”

Para entender esta petición, primero debemos comprender el significado hebreo de un nombre. En nuestra cultura, un nombre es simplemente una etiqueta verbal, una serie de sílabas mediante las cuales alguien es identificado específicamente y diferenciado de los demás. Para nosotros, un nombre apenas difiere de un número: "Tú eres Tomás" o "Tú eres Barsanufio". Casi no importa; el nombre es simplemente una etiqueta usada para que alguien pueda ser identificado en un grupo. Era diferente en el Antiguo Testamento, donde un nombre encarnaba la naturaleza esencial de una persona. Así, a alguien se le podía dar un nombre diferente si abrazaba un destino diferente: Abram se convirtió en Abraham cuando Dios lo llamó a ser el padre de una multitud, y Simón barJonás se convirtió en Kephas (o Pedro) cuando el Señor lo llamó a ser su apóstol.

El Nombre de Dios también encarna su naturaleza esencial. Cuando se reveló a Moisés en la zarza ardiente y le dijo que lo llamaba para llevar el mensaje de liberación inminente de Egipto a Israel, Moisés previó que Israel sería escéptico y preguntaría: "¿Cuál es su nombre?" (Éxodo 3:13). Esto no fue un pedido de un nombre simplemente como una etiqueta verbal; ellos ya sabían que Él era el Dios de Abraham, a quien habían estado adorando. No estaban pidiendo su etiqueta verbal, sino que estaban preguntando por sus credenciales y si tenía lo necesario para vencer a los dioses de Egipto y derrotar al superpoder más grande del mundo. En respuesta, Dios respondió: "YO SOY EL QUE SOY", es decir, su poder era ilimitado y sus actos no estaban condicionados por nadie. Podía hacer lo que quisiera, incluyendo liberar a Israel de Egipto. Él era el gran Yo Soy. No se había manifestado con tanto poder antes (Éxodo 6:3), pero ahora lo haría.

El Nombre de Dios, por lo tanto, es idéntico a su poder. Vemos esto, por ejemplo, en el proquímeno de las Vísperas del miércoles, Salmo 54:1. Una característica de la poesía hebrea es su paralelismo, en el cual el poeta dice algo de una manera y luego lo repite de otra. Así, "Oh, Dios, sálvame en tu nombre, y júzgame en tu poder". Aquí está claro que el "nombre" de Dios es sinónimo de su "poder". Por lo tanto, el Nombre que debemos santificar es la reputación manifestada de Dios por su poder en el mundo, su capacidad para salvar a su pueblo.

La palabra "santificar" apenas se utiliza fuera de los círculos religiosos. La palabra "santificar" es el griego agiadzo, que significa "hacer agios, o santo". Y ¿qué significa "santificar" algo? Un camino para entenderlo podría ser darle la vuelta y preguntar primero qué podría significar profanar el Nombre de Dios.

En Isaías 52:5, el profeta acusa a Israel de profanar el Nombre de Dios con sus pecados. Israel se había apartado de su Dios y adoraba a los ídolos, oprimiendo a los pobres de todas las maneras posibles y desafiando la Ley de Dios. Por esto, Dios los había abandonado en sus pecados y permitido que los opresores extranjeros prevalecieran sobre ellos, enviándolos al cautiverio. Las naciones concluyeron a partir de esto que el Dios de Israel era demasiado débil para defender a su pueblo de las naciones que eran respaldadas y fortalecidas por sus dioses. El poder de Yahvé1 era despreciado por ellos, de modo que Su Nombre era blasfemado entre las naciones. San Pablo retomó esta acusación y la dirigió a los judíos de su época en Romanos 2:24, diciendo que la transgresión judía de la Ley resultaba en que el judaísmo y el Dios judío eran despreciados entre las naciones de su tiempo. Así, uno profana el Nombre de Dios a través de sus pecados, porque los pecados de las personas religiosas inevitablemente repercuten en el Dios a quien profesan servir.

De la misma manera, nuestra vida transformada también refleja al Dios a quien profesamos servir. San Justino Mártir señaló con alegría la vida transformada de personas asesinas y agresivas cuyas naturalezas habían sido dominadas por Cristo: "Y los que antes nos matábamos unos a otros, no sólo no hacemos ahora la guerra a nuestros enemigos, sino que, por no mentir ni engañar a nuestros jueces al interrogarnos, morimos gustosos por confesar a Cristo".2 Del mismo modo, San Pablo animó al ladrón a robar ya no más, sino a trabajar para tener algo que dar a los necesitados (Efesios 4:28). De esta manera, el mundo vería que Dios había transformado tanto el corazón del ladrón que, en lugar de tomar las cosas de los demás, ahora las estaba dando.

El mismo Señor dijo lo mismo acerca del poder de una vida transformada: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Juan 13:35). Nuestras vidas cambiadas inevitablemente reflejan a nuestro Dios. Y, por supuesto, la mejor manera de santificar el Nombre de Dios es morir por Él. Cuando el mundo vea cómo los cristianos están dispuestos a dar sus vidas por Dios, se preguntarán: "¿Qué clase de Dios es este por el que su pueblo está dispuesto incluso a morir?"

Así es como santificamos el Nombre de Dios: al dejar que nuestra luz brille ante los hombres, de manera que glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). Podemos hablar y predicar todo lo que queramos, pero todo será en vano si con nuestras vidas no santificamos el Nombre de Dios. Si el Evangelio no puede transformar y sanar el corazón humano, no tendrá credibilidad en el mundo, y tampoco debería tenerla. Estamos llamados a ser transformados, no solo por nuestro propio bien, sino también por el bien del mundo.

Finalmente, observamos que esta primera petición en el Padre Nuestro se relaciona con el honor y la gloria de Dios, y no con nuestra propia felicidad y realización. Es correcto que oremos por nosotros mismos y le pidamos a Dios nuestro pan diario, nuestro perdón diario y nuestra liberación diaria del tiempo de prueba. Pero más importante que nuestro propio bienestar es la gloria de Dios, y por lo tanto, oramos primero para que Su Nombre sea santificado, no para nosotros. Nuestro nombre, reputación y placer pasajero no son nada en comparación con Él. Es Su Nombre el que debemos esforzarnos por santificar.


Footnotes

  1. El nombre "Yahvé" es utilizado por algunos para representar el Tetragrammaton hebreo (que significa cuatro letras) יהוה (Yod Heh Vav Heh). Se consideraba blasfemo pronunciar el nombre de Dios; por lo tanto, solo se escribía y nunca se decía en voz alta, lo que resultó en la pérdida de la pronunciación original. Es más común en Biblias españolas representar el Tetragrammaton como "Jehóva" o "el Señor". † Esta nota ha sido ampliada del inglés.

  2. San Justino Mártir, Primera Apología, capítulo 39.