Himno Querúbico
Uno de los momentos más hermosos en la Divina Liturgia es el canto del Himno de los Querubines. Aquí se nos exhorta a desechar todas las preocupaciones terrenales y a unirnos al coro celestial que escolta místicamente a nuestro Señor hacia el Santo de los Santos, el "Ofertorio [altar noético] que está sobre los cielos",1 donde experimentamos el "servicio racional"2 de todas las huestes celestiales. Mientras el pueblo de Dios canta, el sacerdote o jerarca que preside comienza a orar en silencio a Cristo, "el Rey de la Gloria", "nuestro Pontífice, el Verbo profético del Padre que "reposa en los santos", pidiendo que su propia indignidad no obstaculice su vocación de representar al pueblo en su ofrenda. El sacerdote luego humildemente pide que se le permita estar ante el Santo Altar, el contraparte terrenal del altar celestial. Mientras tanto, reconoce que su propio sacerdocio no es nada menos que una participación en el sacerdocio interminable de Cristo.
En la parte más antigua de esta oración (primero expresada por San Teófilo de Alejandría), escuchamos: "Pues Tú, oh Cristo nuestro Dios, eres El que ofrece y es ofrecido; El que recibe y es distribuido".3 Nuestro Señor es simultáneamente el sacerdote, el sacrificio, aquel a quien se hace la ofrenda y el que es recibido por el pueblo en la Eucaristía. Todo el misterio de nuestra salvación se resume perfectamente en esta breve declaración. Al explorar el significado de estas palabras, descubriremos la verdad de nuestra salvación lograda por nuestro Señor Jesucristo, el Rey eterno, Sacerdote y Profeta; y cómo su autoofrenda es nuestra iniciación en una vida cristiana de intercesión y sacrificio propio.